Imagino que
muchos (sino la mayoría) de los que deciden dedicarse a la política lo hacen
para traer consigo un cambio. Supongo (y no, no es casualidad que hable en
términos de duda) que, auspiciados por el ímpetu de su juventud, imaginan que
el culmen de su carrera política será alcanzar una posición que les permita
romper con las reglas ocultas del juego para reinventar conceptos como la
libertad de expresión, la igualdad, la justicia y, en resumidas cuentas, la
democracia. La elección de una profesión así me parece que exige un coraje, un
altruismo y una conciencia social de los que muy pocos pueden presumir.
En su esencia,
considero que la política responde a la necesidad de que una sociedad debe
gobernarse por una serie de leyes para garantizar un orden y que nuestros pequeños
esquemas mentales no se vean al alcance de las zarpas de la tan temida
entropía. Y aquellos que se sienten capacitados para ofrecer esas garantías,
sin desplazar a un segundo plano los derechos de los ciudadanos son, sin duda,
merecedores de nuestra estima.
Ahora bien, ¿qué
es lo que ocurre cuando comienzan el ejercicio de su profesión? Es una pregunta
totalmente honesta y, en un intento de entenderlo (y, francamente, de huir
momentáneamente del pesaroso deber del estudio), me he visto obligada a dejar
volar a la imaginación.
Empecemos
desde el principio. Me imagino a un joven aspirante a político que, en vista de
la lamentable situación que nos aqueja, decide dar un uso provechoso a su elección
profesional para dar un giro de 180 grados en el panorama actual. Quiero creer
que éste es el tipo más frecuente. Estos jóvenes llegan a sus correspondientes
sedes con la idea de revalorizar los valores humanos y dejar en evidencia a
cualquiera que atente contra la transparencia que debería caracterizar al
político. Estos jóvenes no se andan con tentativas y acompañan sus ideas con planes
de acción. Ahora bien, ¿cómo se lo tomarán los demás políticos, ya resabidos
del idealismo de estos pobres diablos? Imagino que alguno de ellos, pensando
que le hacen un favor al revolucionario, corren un poco la cortina para que
alcancen sus fosas nasales unos pocos efluvios de la peste insoportable que
tras ella se esconde.
“Querido, a la
política se juega así y tú no eres nadie para cambiarlo.”
Ahí está. El
chirrido inequívoco del patinazo. Rebobina joven, que tu plan ha alcanzado su
primer obstáculo. Nuestro revolucionario intrépido tiene ahora varias opciones: puede decidir guardar la
espada y dejar que paulatinamente vaya apagándose la chispa de la lucha porque
“tienen razón”; por otro lado, puede rendirse hasta el punto de abandonar su
carrera y dedicar sus esfuerzos a fundirse con otros tantos ciudadanos
indignados; y, en el más insólito de los casos, puede decidir mantenerse firme
en sus convicciones y revolverse una y otra vez hasta conseguir deshacerse de
la maraña que reúne en el mismo saco a los viejos perros.
Llegados a
este punto, me pregunto por las consecuencias de cualquiera de las decisiones
que decida tomar nuestro revolucionario.
Al que decide
sucumbir al conformismo para jugar al juego como dictaminan los más veteranos… ¿en
qué momento te perdimos? ¿A qué precio estás dispuesto a vender tu alma para
proteger tu carrera? ¿Cuándo, exactamente, dejaste de verte como un ciudadano
para pasar a la entidad “superior” de político? Y así, miles de preguntas.
Supongo que en esta variante, podríamos encontrar a aquel que termina convirtiéndose
en el MVP digamos. Sus comienzos titubeantes nada tienen que ver con el individuo
que tenemos ante nosotros: desoye las quejas, despersonaliza al pueblo y es el
más diestro en mantener su cabeza por encima del agua. Supongo que es la modalidad
más frecuente. Puede ser que también exista el que se mantenga en el juego por
mera supervivencia y tremendamente alienado, pase a despreciar su labor hasta
el punto en que no pueda más que odiarse a sí mismo. Las culpas, en ese caso,
no estarían infundadas si las sitúa en su propio corazón desgraciado. Esta
variante puede que tenga, aproximadamente, la misma población que los gorilas
blancos.
Aquel que
decide firmar su rendición y huir de la política, quiero creer que lo hace
porque, objetivamente, se ve sin ninguna posibilidad real de traer el cambio y
prefiere volver a la seguridad de la nada antes que traicionar sus propias
creencias. El problema principal que veo yo a esta posibilidad es que una vez
que vuelves a tu estatus de “ciudadano indignado” puedes intentar verte como uno
más, pero lo cierto es que un día tú te viste preparado para sacar a tu país
del hoyo y no supiste llevar la empresa a buen puerto, has escalado un peldaño más
y al final tu esfuerzo se vio infructuoso. Y ver cómo se resquebrajan nuestros
planes vitales no es algo fácil, ni algo que desee a nadie. Insisto en lo
tentativo de toda esta paja mental, así que sólo puedo decir de estos señores
(si es que existen) que estéis donde estéis me inspiráis incluso pena.
Ahora es
cuando tendría que hablar del revolucionario que se mantiene firme y opta por
seguir cuando la vasta mayoría de individuos hubiera ondeado ya su bandera blanca.
Tendría que explicaros cómo nuestro revolucionario, a base de pura osadía y
perseverancia, derriba a cabezazos los cimientos podridos que edifican nuestro
sistema político y esculpe con mármol el camino hacia una democracia real; cómo
mantiene presente su condición de ciudadano para conseguir a través de la
protección de los derechos de sus conciudadanos, la implicación de esos mismos individuos
para que lleguen a cumplir sus deberes sintiéndose dichosos de poder hacerlo. Lo
haría si no fuera porque ni siquiera mi imaginación fue capaz de superar
ciertos límites. La utopía que supone versar sobre la existencia de dicho
revolucionario fue muy superior a mi vaga divagación. Pero, ¡ay cuánto me gustaría
poder recurrir a ejemplos reales y no a la frágil imaginación de esta pobre
muchacha en concreto!
Debo ahora
dirigirme a los políticos, dejar por un momento la ficción y dedicar unas
líneas al mundo real por tormentoso que me resulte. Muy señores míos, no sé si
cumplís algunos de estos criterios, si sois valientes, cobardes, altruistas,
déspotas o simplemente imbéciles. Pero en el fondo, sí que siento el calor de una
pequeña certeza. Muchos de los que hoy sois imputados por hacer con lo público lo
que os plazca, seguramente os encontrasteis con jóvenes revolucionarios de todas
las tallas y colores en vuestra andadura política, incluso, puede ser (por
increíble que suene) que algunos de ellos fuerais vosotros mismos… solo que lo
habéis olvidado.
[Escrito desde
el más ingenuo de los optimismos]