martes, 15 de enero de 2013


¿Dónde empieza el esperpento? ¿Dónde se fraguan nuestros fútiles intereses? ¿Dónde queremos ir a parar?

Somos porque no hay más remedio. Nos venden el concepto de “vida” como un regalo al que debemos honrar trazando un camino que conduzca a un destino – que consideramos ineluctable – que dé sentido a nuestra existencia en el momento de partir.

Llamadme determinista pero yo no lo veo así. Mi sola presencia es fruto de una casualidad tras otra. Pervivo en este mundo, que cada día me produce más repulsión, con la sensación creciente de que mi aportación será ínfima. La Tierra seguirá girando, Don Dinero seguirá gobernando y, entretanto, el pueblo seguirá debatiéndose entre la revolución o la sumisión con un resultado perfectamente previsible para alguien que considera la historia como cíclica.

No negaré que hasta hace bien poco imaginé que mi destino albergaba grandes empresas dignas de mi inagotable fuerza de voluntad. Me vi como portadora del saber, dueña de la llave que abriría las puertas a la gloriosa eternidad. Achaques de la juventud, supongo.

Yo, como cualquier otro, también me pregunto por el significado de la vida pero con plena conciencia de que jamás lo sabré, al menos en términos absolutos. Es evidente que el ser humano debe darle un sentido a este concepto vida para orientar su comportamiento en un plano más global. Es decir, que su tránsito por este mundo responda a un plan de dimensiones que ni siquiera alcanza a abarcar nuestra imaginación. Esto, señores, es lo que nos motiva. Pero igualmente nos condena.

Poder versar sobre la realidad y los enigmas que entraña es un proceso maravilloso que distingue nuestra existencia de la de otros seres vivos pero todos sabemos que el exceso de información nunca fue bueno. O, en resumidas cuentas, el exceso nunca fue bueno.

Ya Aristóteles afirmó que la virtud radica en el término medio entre el exceso y el defecto, lo cual, para mí, resulta una noción fundamental sobre la condición humana. Una idea, a priori, tan sencilla que es capaz de dar respuesta a preguntas como ¿dónde está la moralidad? o ¿por qué es tan importante mantener una apariencia?

A los seres humanos nos gustan, por lo general, los extremos que conforman los dichosos continuos. Encuentro que el estar cada día más acomodados en esta sociedad de la información donde todo está al alcance de un botón, desvirtúa a nuestra especie. Nos quejamos de los monarcas que viven de una herencia que no les es merecida cuando nosotros nos lucramos, de igual manera, del legado que nos dejaron nuestros antepasados homínidos y, ¿todo para qué? Para invertirlo en tendencias sedentarias, conformismo y apatía.

Lo realmente admirable en estos tiempos es encontrar a gente que, pese a la fuerza persistente de la inculturación, consiguen encontrar en sí mismos la conciencia propia del luchador. Encuentran en ese continuo que conforman el exceso y el defecto, el punto en que se genera la moralidad. No hace falta vivir como monjes ni como reyes para dignificar nuestra pueril existencia. Sino encontrar cada uno ese punto intermedio, saber que la belleza de las cosas existe en sí misma y no por acumulación o déficit. Saber que tu vida tendrá el sentido que tú le quieras dar, no el que dibujan unas cuerdas invisibles que cuelgan de las nubes y son manejadas por deidades que nunca llegaremos a conocer.

No obstante, debemos ser cautos en este proceso de conceder significado a nuestra temporada en la tierra porque demasiado tiempo se nos ha permitido vanagloriarnos de nuestros atributos racionales. Gracias al pensamiento, al lenguaje y, en definitiva, a la evolución, hemos encontrado la forma de manipular la naturaleza en virtud de nuestros propios intereses. Esto explica que el ciudadano de a pie se tome la licencia de considerarse maestro y dominador de las criaturas del universo. Es como si el poder llamar a un animal de cuatro patas, caballo automáticamente nos sitúa en una posición de autoridad respecto a la naturaleza. Porque así nos creó el señor: seres majestuosos y encomiables.

Durante un tiempo, yo misma fui víctima de esta creencia pero supongo que ha habido momentos en los que me he sentido tan insignificante frente a la grandeza de la naturaleza y su infinita sabiduría, que mantener tan funesta idea en mi cabeza era una incongruencia que no podía mantener.  Llegué a la conclusión de que mi vida no era más valiosa que la de un caballo. Ese pensamiento me parece del todo pretencioso. A fin de cuentas, respiramos el mismo aire, pateamos la misma superficie (y, en mi caso, con mucha menos gracia) y nos baña la misma luna. ¿Dónde está esa gran diferencia? Ah sí, que yo soy consciente de la trivialidad que supone mi existencia frente a la magnanimidad de la Madre Tierra. Que yo puedo definirme como una mota de polvo más sobre el cristal en que se mira el Todopoderoso cada mañana; mientras que el caballo masculla en silencio su zanahoria, reposando antes de seguir galopando por un prado cualquiera en busca de más comida o una hembra. Porque ésa es su meta. Y, ¿yo por mi racionalidad puedo permitirme una meta cualitativamente superior? Es evidente. ¿Me considero más grande que todas las cosas por ello? Desde luego que no. De hecho, siento envidia porque está claro que en la ignorancia uno es feliz.

¿Qué hacer, entonces, con esta capacidad pensante que me subyuga? Dejaré que me siga incitando a la contemplación de lo metafísico con la intención única de tornarlo cotidiano. Sólo por joder. En eso consisten mis metas. Mañana…veremos.

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