jueves, 7 de febrero de 2013

Las mil caras de un politico


Imagino que muchos (sino la mayoría) de los que deciden dedicarse a la política lo hacen para traer consigo un cambio. Supongo (y no, no es casualidad que hable en términos de duda) que, auspiciados por el ímpetu de su juventud, imaginan que el culmen de su carrera política será alcanzar una posición que les permita romper con las reglas ocultas del juego para reinventar conceptos como la libertad de expresión, la igualdad, la justicia y, en resumidas cuentas, la democracia. La elección de una profesión así me parece que exige un coraje, un altruismo y una conciencia social de los que muy pocos pueden presumir.

En su esencia, considero que la política responde a la necesidad de que una sociedad debe gobernarse por una serie de leyes para garantizar un orden y que nuestros pequeños esquemas mentales no se vean al alcance de las zarpas de la tan temida entropía. Y aquellos que se sienten capacitados para ofrecer esas garantías, sin desplazar a un segundo plano los derechos de los ciudadanos son, sin duda, merecedores de nuestra estima.

Ahora bien, ¿qué es lo que ocurre cuando comienzan el ejercicio de su profesión? Es una pregunta totalmente honesta y, en un intento de entenderlo (y, francamente, de huir momentáneamente del pesaroso deber del estudio), me he visto obligada a dejar volar a la imaginación.

Empecemos desde el principio. Me imagino a un joven aspirante a político que, en vista de la lamentable situación que nos aqueja, decide dar un uso provechoso a su elección profesional para dar un giro de 180 grados en el panorama actual. Quiero creer que éste es el tipo más frecuente. Estos jóvenes llegan a sus correspondientes sedes con la idea de revalorizar los valores humanos y dejar en evidencia a cualquiera que atente contra la transparencia que debería caracterizar al político. Estos jóvenes no se andan con tentativas y acompañan sus ideas con planes de acción. Ahora bien, ¿cómo se lo tomarán los demás políticos, ya resabidos del idealismo de estos pobres diablos? Imagino que alguno de ellos, pensando que le hacen un favor al revolucionario, corren un poco la cortina para que alcancen sus fosas nasales unos pocos efluvios de la peste insoportable que tras ella se esconde.

“Querido, a la política se juega así y tú no eres nadie para cambiarlo.”

Ahí está. El chirrido inequívoco del patinazo. Rebobina joven, que tu plan ha alcanzado su primer obstáculo. Nuestro revolucionario intrépido tiene ahora varias opciones: puede decidir guardar la espada y dejar que paulatinamente vaya apagándose la chispa de la lucha porque “tienen razón”; por otro lado, puede rendirse hasta el punto de abandonar su carrera y dedicar sus esfuerzos a fundirse con otros tantos ciudadanos indignados; y, en el más insólito de los casos, puede decidir mantenerse firme en sus convicciones y revolverse una y otra vez hasta conseguir deshacerse de la maraña que reúne en el mismo saco a los viejos perros.

Llegados a este punto, me pregunto por las consecuencias de cualquiera de las decisiones que decida tomar nuestro revolucionario.

Al que decide sucumbir al conformismo para jugar al juego como dictaminan los más veteranos… ¿en qué momento te perdimos? ¿A qué precio estás dispuesto a vender tu alma para proteger tu carrera? ¿Cuándo, exactamente, dejaste de verte como un ciudadano para pasar a la entidad “superior” de político? Y así, miles de preguntas. Supongo que en esta variante, podríamos encontrar a aquel que termina convirtiéndose en el MVP digamos. Sus comienzos titubeantes nada tienen que ver con el individuo que tenemos ante nosotros: desoye las quejas, despersonaliza al pueblo y es el más diestro en mantener su cabeza por encima del agua. Supongo que es la modalidad más frecuente. Puede ser que también exista el que se mantenga en el juego por mera supervivencia y tremendamente alienado, pase a despreciar su labor hasta el punto en que no pueda más que odiarse a sí mismo. Las culpas, en ese caso, no estarían infundadas si las sitúa en su propio corazón desgraciado. Esta variante puede que tenga, aproximadamente, la misma población que los gorilas blancos.

Aquel que decide firmar su rendición y huir de la política, quiero creer que lo hace porque, objetivamente, se ve sin ninguna posibilidad real de traer el cambio y prefiere volver a la seguridad de la nada antes que traicionar sus propias creencias. El problema principal que veo yo a esta posibilidad es que una vez que vuelves a tu estatus de “ciudadano indignado” puedes intentar verte como uno más, pero lo cierto es que un día tú te viste preparado para sacar a tu país del hoyo y no supiste llevar la empresa a buen puerto, has escalado un peldaño más y al final tu esfuerzo se vio infructuoso. Y ver cómo se resquebrajan nuestros planes vitales no es algo fácil, ni algo que desee a nadie. Insisto en lo tentativo de toda esta paja mental, así que sólo puedo decir de estos señores (si es que existen) que estéis donde estéis me inspiráis incluso pena.
Ahora es cuando tendría que hablar del revolucionario que se mantiene firme y opta por seguir cuando la vasta mayoría de individuos hubiera ondeado ya su bandera blanca. Tendría que explicaros cómo nuestro revolucionario, a base de pura osadía y perseverancia, derriba a cabezazos los cimientos podridos que edifican nuestro sistema político y esculpe con mármol el camino hacia una democracia real; cómo mantiene presente su condición de ciudadano para conseguir a través de la protección de los derechos de sus conciudadanos, la implicación de esos mismos individuos para que lleguen a cumplir sus deberes sintiéndose dichosos de poder hacerlo. Lo haría si no fuera porque ni siquiera mi imaginación fue capaz de superar ciertos límites. La utopía que supone versar sobre la existencia de dicho revolucionario fue muy superior a mi vaga divagación. Pero, ¡ay cuánto me gustaría poder recurrir a ejemplos reales y no a la frágil imaginación de esta pobre muchacha en concreto!

Debo ahora dirigirme a los políticos, dejar por un momento la ficción y dedicar unas líneas al mundo real por tormentoso que me resulte. Muy señores míos, no sé si cumplís algunos de estos criterios, si sois valientes, cobardes, altruistas, déspotas o simplemente imbéciles. Pero en el fondo, sí que siento el calor de una pequeña certeza. Muchos de los que hoy sois imputados por hacer con lo público lo que os plazca, seguramente os encontrasteis con jóvenes revolucionarios de todas las tallas y colores en vuestra andadura política, incluso, puede ser (por increíble que suene) que algunos de ellos fuerais vosotros mismos… solo que lo habéis olvidado.
[Escrito desde el más ingenuo de los optimismos]

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